Miércoles 9:30 pm. Ángel de la Independencia. Manos conocidas se
estrechan, mar de lucecitas intermitentes, los ajustes de último minuto,
desarmadores, cinta. Nuestras aceitadas estrellas reposan postradas
ante el Ángel. Los nuevos observamos inquietos, una especie de logia en
crecimiento acecha. La voz grave reclama “¿Quién viene por primera
vez?”. Las indicaciones son parcas y a la vez contundentes. Empieza la
pugna por la ruta. Una democracia a obscuras, como otras, donde los
gritos cuentan más que los votos. “Sur”, las manos se levantan.
“Oriente”, parece que esta no será tu noche, “Norte” claman los puños,
algunos perfectamente cubiertos por guantes.
El recorrido
comienza puntual, nadie sabe con exactitud a dónde vamos. A donde sea,
manubrios, pedales. Un auto con torreta y bocina pretende escoltarnos,
pero el guía lo pierde hábilmente a pocas cuadras, deja que se adelante,
vuelta intempestiva en una cuadra escondida, nos vemos. En realidad
quien ande sobre más de dos ruedas será inexorablemente descartado. El
paso es constante, la palabra de boca en boca, como los engranes de las
cadenas, el torque de las revoluciones.
“zanja-zanja-zanja-zanja-tope-tope-tope-tope”. Pasa fugaz la indicación,
más de una ponchada es evitada. La gente mira de frente, la confianza
de poseer la ciudad indomable, los pasadizos inextricables. El Centro
profundo hace aparición, un escuincle grita “chingue su madre quien
ande en bici”, una sola mentada para docenas de culeros. A estas alturas
de la noche. ¿Quién osa penetrar mi barrio bravo?
Regresamos a
los amplios ejes, salvo por una vena secundaria, prácticamente los
cerramos. Proclamamos con furia y denuedo, esta noche la ciudad es
nuestra. Esta es la venganza. Un automovilista, una bestia nos
revienta, o al menos lo intenta. Avanza el carro, unos centímetros que
son ultraje cuando son dirigidos hacia uno de nosotros. Creen que el
poder y la armadura los han hecho invencibles. Aflora el rencor
sublimado contra cada puerta, cada claxon y embestida de los toros de
cuatro ruedas. La jauría de bípedos rodea la lámina que alguna vez fue
inexpugnable. Algunos no ocultamos nuestras cicatrices. Insultos, sangre
caliente, un minuto que se prolonga tenso, los excluidos de día
proclaman su nocturna potestad absoluta de las calles. Un tipo mínimo
sujeta frustrado su volante, tiene mil revoluciones por minuto, mas es
lata inerte. El negligente queda rezagado, presiento que aún no
comprende lo que está pasando, se queda inmóvil mientras lo rebasamos
raudos.
Nos adentramos por las colonias de oídas, aquellas que
nunca antes pisamos. Observamos con el fervor del que descubre, las
fábricas, talleres, iglesias, las canchas y tiendas, las cosas más
comunes y nimias con ojos imaginativos. A la luz mortecina que las
ilumina, parecen espacios novedosos. Lo son, como sólo lo pueden ser
los lugares que cargan su propia historia y la develan súbitamente ante
el forastero. Los oriundos miran con desconfianza pero sin miedo. En
mi ciudad aprendimos a crecer en guetos, no por propia voluntad o fatua
reticencia. Este hermoso monstruo es un continuum de abismos; de
distancia física y de realidades.
Hace eco la advertencia,
alguna señal de que nos adentramos en territorio extraño, los barrios
celosos tienen sus propias trampas. Vidrios, clavos, baches, sólo
algunas formas de hostilidad mal disimulada. La hermandad hace acto de
presencia, si se rezaga uno, paran todos, nadie se retira hasta que
puedan zurcir esta cámara. De inmediato sale la parafernalia de
reparación, y cómo no, la carrilla que ataca la destreza. Labios
sensibles para detectar un leve soplo de aire, lima, saliva y parche.
Esperemos que esto baste. Reanudamos la marcha, se vislumbra la
Basílica, sus fantasmas peregrinos. Es un poco tarde, la tripa y el
estrago exigen una recompensa. Las taquerías, amantes del monstruo,
desperdigadas e infinitas en su inconmensurable territorio. Reímos,
comemos, discutimos, observamos con envidia los cuadros de fibra de
carbono y admiramos. Tomamos a bocajarro, el regreso nos espera.
Entrada
la madrugada, los dedos gélidos y el pedal a fondo. Las bicicletas
destellan, exhaustas y felices se van desviando por sus senderos,
aquellos que llevan a casa. Gritos de despedida, nadie se da la mano.
Erick Monterrosas @nierico
un viejo escrito, ¡pero sigue vigente! además feliz porque me dieron de premio el libro #pormiciudadenbicicleta el cual les recomiendo ampliamente http://miciudadenbici.com/libro/
ResponderEliminarfelicidad!! :D te quiero mucho
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