viernes, 7 de diciembre de 2012

Fuera de Centro

Estos días he caminado, asiduo a las viejas calles que temo ya no sean más mías.

Atravieso Ciudadela, la calle profanada por el falso amor. Encuentro el gozo parsimonioso del danzón y la fotografía conviviendo con la rabia de quien descubre el memorial sacro arrancado. Salgo ileso, me acompaña tu paso seguro, tu palabra y risa de maga, hermana.

Recorro la Alameda, mutada pero constante, con su prócer blanco coronado de laureles, ahora tan efigie de mensajes deslavados por la pinta que funde la anarquía amorosa con el odio sempiterno.

Jardín encantado entre ruidos que silencian y ensordecen por el grito del que vive la injusticia, del que carga a todos sus muertos.

Camino sobre mis pasos para revivir fragmentos de Victoria en penumbras, diáfana sorpresa cuando encuentro otra vez tu puerta entreabierta, invitante con míticos recuerdos.

Admiro la estructura puntiaguda que extiende fálica su sombra y que es hermosa aún en su fealdad pues resguarda la memoria de nuestras miradas azul y oscura en la cima de la Ciudad nocturna, la marea interminable de fuego.

Rebusco en mi pasado el Centro que desafié embriagado, aquél inhóspito mapa que se rige como barrio grande, ya mi lengua ágil permitió la entrada donde el oriundo es extranjero. Choco palmas y albures con vagabundos porque en el fondo soy uno de ellos.

Me desarmo, reconstruyo montando caballitos en mis pupilas y en mi garganta. Río y bailo a raudales porque en estas plazas de mariachis de plata nos perdimos en la gloria devastada: nuestro abandono de la infancia y la pleitesía de la sapiencia.

Hoy marcho con el fervor que desafía festivo los escudos y los uniformes, que contrastan translúcidos cual azulejos. Espetamos consignas afiladas, Epifanías invasoras de nuestros cautivos ausentes, arrojadas hacia lo profundo del corazón de la ciudad, de nuestro Centro.

Ese Centro que no es geográfico mas íntimo, basalto de tantos sacrificios que la ceguera del Tlatoani todavía no entiende,  no quiere entender. Centro que es cama en monolitos, escama donde vibra el Templo de Omeyocan: dualidad, último nivel de los cielos.

Regreso otra mañana y lloro ante el poder del Centro donde todo cabe sin proponérselo. Cabe la miseria desnuda a la mirada, instigada por la macana dócil que resguarda el grial de la opulencia sin denuedo.

Cabe también lo sublime de unicornios y jaguares petrificados ante el mármol límpido, animales mitológicos que atestiguan tantas huestes sin por ello haber perdido atisbo de belleza.

Me desencuentro al saberme excelso, me descentro y lloro mi privilegio. Porque en estos días aciagos, la libertad es un privilegio.

Aún soy frágil, busco mi centro.